Cuarentena

Levantarse y ver a tu familia. Verlos y saber que van a pasar el resto del día contigo. Ir a desayunar con todos ellos o por lo menos con alguno, en vez de desayunar sola viendo un capítulo de una serie que has elegido para que dure justo los 20 minutos del desayuno.

Te duchas, te vistes como te de la gana y te pones a hacer los trabajos de clase. Muchos de ellos grupales, por lo que haces videollamada con tus compañeros a través de una página web que acabas de descubrir. Quizás no sea lo mismo que tenerlos al lado, pero te apañas.

Luego, la comida. Vuelves a ser consciente de que no te va a hacer falta esa serie corta para no aburrirte mientras comes. Tienes a la familia contigo. Coméis juntos y cada uno cuenta su día de trabajo duro.

A clases. Te tiras toda la tarde encerrada en tu cuarto escuchando a profesores a través de un aula virtual. Al final, te acaban mandando más trabajos grupales e individuales para la semana que viene. No pasa nada, hay tiempo.

De nuevo toca reunión familiar. Todos sentados a la mesa cenando y escuchando las noticias, bueno, LA NOTICIA: el coronavirus. Solo se habla de eso, así que acabas acostumbrándote, incluso, a pronunciarlo bien.

La hora de acostarse. Antes de bajar la persiana y cerrar las ventanas, te asomas viendo las luces de los vecinos, cómo algunas mantienen sus luces encendidas y otros apagadas. Fantaseas con sus historias, con sus miedos o incluso con sus ilusiones. Lo mejor es el imaginar que en cada casa, hay una buena noticia esperando a ser descubierta una noche más.

Y a dormir. Te duermes imaginando historias que haces fuera de casa, con los amigos y con gente nueva y desconocida. Pero en los sueños, las cosas cambian. Los sueños son más reales, en ellos realmente vuelas, bailas e incluso hasta cantas, así que no quieres despertar. Pero vuelven a llamar a la puerta: es un día más.

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